¿Qué les sucedía a los templos evangélicos en la zona controlada por el gobierno de la República Española? Podemos responder a través de un testimonio de primera mano narrado en el libro "Páginas de una vida", escrito por el pastor Alfredo Capó:
Las patrullas armadas recorrían la ciudad. Eran las primeras semanas de la revolución. El hecho que de ciertas iglesias y edificios religiosos se hubiera disparado con ametralladoras, fusiles y armas cortas contra el pueblo, hacía a éste ser precavido y a la vez desconfiado. Todo lo que en aquellos momentos «olía” a religioso era motivo de desconfianza... Una mañana de verano, ciertos hombres jóvenes armados llamaron a la puerta de una casa que en su dintel ostentaba un rótulo que decía: “Iglesia Evangélica”. Franqueado el paso, se invitó a los desconocidos a entrar... Desde las primeras palabras cualquiera podía darse cuenta que hacía mucho tiempo que en el corazón de aquellos hombres no anidaba ningún sentimiento religioso, y puede que entonces, en aquel instante y debido a las circunstancias, lo que habría en su interior no fuera precisamente favorable al espíritu religioso... Imperativamente pidieron registrar e! edificio en busca de lo que pudiera serles enemigo, y amablemente se les. ofreció entrar y darles cuantas explicaciones desearan. Si buscaban enemigos, allí sólo había amigos; si buscaban armas, allí sólo encontrarían amor; si buscaban oro u objetos preciosos, encima del púlpito, la gruesa y vieja Biblia era el mayor y mejor tesoro que existía en el Templo, y, por cierto, alguien así se lo hizo notar a aquellos rudos hombres, jóvenes aún, a los que la vida les había empujado a tan trágicas circunstancias.
Los que antes habían entrado imperativamente, hablaban entonces amistosamente con los que allí se encontraban, y escuchaban con atención cuanto se les explicaba. Comprendían que de un salón sencillo, sin adornos costosos y con un solo tesoro, espiritual, al alcance de todos (nunca fué tanta verdad la religión al alcance de todos) no podía haber ningún peligro para el pueblo ni para nadie. Al despedirse, dando toda clase de excusas por la visita, uno de los más jóvenes de la patrulla fijó su mirada en un texto que adornaba y predicaba en la iglesia y que se refería a Cristo, y volviéndose a uno de los presentes dijo, como pronunciando una acusación y una sentencia: «Sin embargo, éste es el que tiene la culpa de todo: Vuestro Cristo”. (Capó, Alfredo. Páginas de una vida. págs. 31-32)
lunes, 23 de marzo de 2009
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